"LULLABY"
("NANA")
De William Adolphe-Bouguereau
"Es curiosa la transformación que se da en el físico de una persona a través de los años". Éste es el pensamiento que me vino a la mente un día, mientras observaba el rostro de mi madre. Con los años han ido apareciendo las arrugas y la palidez sobre él. Sin embargo, en sus ojos se ha producido un cambio curioso, parece que en ellos el tiempo fuera hacia atrás y no hacia delante.
Los ojos de mi madre tienen el mismo color de las avellanas cuando sobre su cáscara, se posan los rayos del sol. El terreno que ha perdido su cara al reducirse con la edad, lo han ganado esos ojos. Ahora parecen mucho más grandes. En ellos se ha quedado una mirada más aniñada. Cuando la miro, puedo ver entre los surcos de su cara, otro rostro más pequeño, de piel más lisa. El rostro de la niña que fue.
A veces nos quedamos mirándonos la una a la otra. Luego viene el premio, su sonrisa de oreja a oreja, que consigue alegrarme el corazón.
Hace unos días una amiga me dijo que yo debía aprender a decir que no. Supongo que me intentaba reprochar diplomáticamente, las horas que paso con mi madre en lugar de estar paseando con ella, (con mi amiga, quiero decir). Y el caso es que tiene razón, yo no sé decir que no a mi madre. Me gusta estar a su lado cuando está enferma o triste. Me encanta escucharla cuando me cuenta por enésima vez la dolencia que tiene en su pierna derecha. Pero lo hago por puro egoísmo, porque cuando la presto atención, a ella se le ilumina el rostro sabiéndose escuchada. Por eso le digo a todo que sí. Por eso y para pagarle todos los noes que a lo largo de la vida he recibido de ella. Verán:
Cada vez que al levantarme temprano para ir a trabajar, le decía que se quedara en la cama, durmiendo un poco más, que no hacía falta que me preparase el desayuno, ella me contestaba:
-No. Prefiero estar contigo este ratito, hasta que te vayas. Tengo todo el día para dormir.
Ella y yo sabíamos que ésto último no era cierto. Que una vez levantada, ya no se volvía a acostar, que se quedaba trajinando por la casa.
Cuando me estuvo acompañando en mi peregrinaje de consulta en consulta de médicos porque necesité recibir un tratamiento específico, y le dije que no hacía falta que me acompañara, que podía ir perfectamente sola, ella, que no se tenía de pie de cansancio, me volvió a decir:
No. Es mejor que vaya contigo, por si te marearas.
O cada noche que se quedaba sentada a mi lado, haciendo que veía la tele mientras yo estudiaba para algún examen, y vencida por el sueño y el cansancio, daba cabezadas, al decirla que se acostara, que ya era muy tarde, ella volvía a decir: No.
Y así podría seguir contando.
Cuando miro su rostro, puedo imaginar perfectamente la niña que fue. Esa niña que recibió una paliza de su padre porque dejó abandonadas sus tareas de casa para escaparse, e ir a la escuela.
Recuerdo que cuando me contó esta terrible historia, le dije que me hubiera gustado conocer a mi abuelo. Ella me preguntó con mirada de sorpresa:
-¿Para qué?
Y yo, haciéndome la bravucona, contesté:
-Para devolverle cada uno de los golpes que te dio. Le daría así y así -añadí mientras daba golpes de boxeador en el aire.
Entonces ella, riéndose a carcajadas me dijo:
-¡Ay, mi peleoncilla! ¿A dónde vas tú con esos bracillos que tienes como dos palillos?
Mi madre tiene los ojos de color avellana y cuando te mira, es capaz de leerte con ellos, el alma. Donde algunos sólo ven a una pobre vieja, yo veo a una mujer valiente, inteligente, fuerte, tierna. Una mujer bandera. Los ojos color avellana de mi madre, no engañan. Pueden expresar la más profunda de la tristezas o la más chispeante de las alegrías. Miran siempre de frente, y cuando les da el sol, parecen licuarse, como la miel cuando se pone al baño maría.
Supongo que a estas alturas ya no haría falta decirlo, pero la realidad es que yo quiero mucho a esa mujer de ojos color avellana.