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miércoles, 28 de octubre de 2015

LO QUE QUEDA DEL DÍA

"EL ALUMNO SERIO"
De Eastman Johnson


Recuerdo que cuando era una cría, al llegar las noches de invierno, nos quedábamos mis padres, mi hermana y yo, al calor de la cocina. Mi madre siempre andaba enredada en prepararnos la cena, y aprovechaba para cocinar también  la comida del día siguiente. Si ese día tocaban sopas de ajo para cenar, el vapor que el puchero desprendía como señal de que la cocina de carbón estaba en pleno rendimiento,  añadía más calorcito al ambiente. El olor del ajo y el pimentón, iban haciendo resonar las tripas. 
No importaba lo cansados que mis padres estuvieran, siempre tenían un rato para charlar entre ellos, y para preguntarnos cómo nos había ido el día en el cole.
Después de la cena, siempre había un tiempo muerto. Ése que cada uno aprovechaba para hacer lo que más le gustara. A mi padre lo que más le gustaba era irse a dormir. Mi madre se quedaba con nosotras. Estirando ese momento de la noche, alargando lo que quedaba del día, intentaba cobrarle todo el tiempo que las obligaciones le habían robado de estar con sus niñas. 
En verano el plan nocturno cambiaba. Después de cenar nos íbamos a la avenida de los Reyes Católicos. Por aquella época esa avenida no estaba tan invadida por  coches aparcados. El margen del río, que aún hoy  la divide  en dos, no estaba tan cuidado, pero tenía su encanto. Se oía el croar de las ranas, y el cantar de algún que otro saltamontes, añadía una sensación de paz. Nos sentábamos en uno de los bancos pegados a la barandilla del río, y nos quedábamos charlando, o callados, mirando el cielo, observando las estrellas que en aquella época, parecían ser más numerosas y estar más cerca. En ese momento todo se detenía. No había cansancio, ni problemas. Sólo silencio y buena compañía. El silencio a veces era interrumpido por alguna historia que nos contaba mi padre. Nosotras tres, para hacerle rabiar, le decíamos:
-¿Otra vez la misma batallita? ¡No, por favor!
Aunque nuestra chufla preferida era cuando una de las dos niñas nos poníamos a su lado, de pie, haciendo como que le estaba dando cuerda mientras él nos contaba, por enésima vez, la misma historia.
Todos estos recuerdos me han venido a la cabeza al mirar el cuadro de Eastman Johnson que he puesto para encabezar esta entrada.
Un hombre sentado en una silla, con una pierna sobre otra, está tocando una flauta. 
Por los objetos que se adivinan a través del oscuro fondo, parece estar en la cocina. No debe hacer mucho calor en la estancia, porque no se ha quitado su prenda de abrigo, que al tenerla abierta, nos deja ver  el chaleco que lleva debajo. Su cabeza está cubierta por una gorra con visera. Las manos del hombre no parecen de músico. Son nervudas. Los dedos largos y delgados de su mano izquierda, tal vez se deslizan con suavidad sobre los agujeros del instrumento, mientras que algunos de los de su mano derecha, revolotean en el aire, como intentando tocar las notas que salen de la flauta, antes de que se pierdan definitivamente en el aire. 
El rostro del hombre es delgado. Sus mejillas parecen casi juntarse por debajo de su larga nariz. Las cejas, en un gesto ceñudo, indican que hay algo que rompe la armonía del momento. Pero lo que más me ha atraído desde el principio es su mirada. Sus ojos no desprenden tranquilidad. ¿Qué les perturba?  Miran hacia algún punto que no está en el lugar donde él se encuentra. 
Frente al hombre, un niño sentado en otra silla,  se apoya en la pierna cruzada de ese hombre. En una de sus pequeñas manos, sostiene una flauta, más corta. La otra descansa sobre la rodilla del adulto. Es tan pequeño, que se ha tenido que sentar en la orilla de la silla porque si no, probablemente, no llegaría a poder alcanzar el cuerpo del hombre que tiene frente a él. La mayor parte del pálido  rostro infantil, así como el del adulto, están iluminados por la poca luz que hay en la estancia. Los ojos del crío, sin embargo, parecen cubiertos por una sombra a modo de antifaz. Eso no impide que veamos que su mirada está clavada en cada uno de los movimientos de las manos del hombre. Seguramente preguntándose cuándo será él capaz de tocar así. Por una especie de mimetismo, la boca infantil se cierra, extendiendo los labios hacia afuera, como si quisiera tocar con ellos las notas que brotan de la flauta del hombre.
En la tapicería de la silla donde el niño está sentado, descansa también parte de la luz.
El primer plano es para una de las botas que calza el hombre, donde lucen unos dibujos tallados.
Dos personajes separados por unos cuantos años. Dos aptitudes totalmente distintas. El hombre quizá agotado. El niño, sin embargo, está deseoso de comerse con los ojos todo lo que le rodea, de aprender. Su pequeño cuerpo, un tanto inclinado hacia delante, parece querer empezar a moverse, atraído por la música del espontáneo Hamelín que tiene cerca de él.
Dos vidas en un pequeño espacio. Cada parte del cuerpo de los dos personajes, nos hace imaginarnos una y mil historias. O, como en mi caso, recordar la vividas hace un tiempo.
Me gusta la pintura del señor Johnson. Exprime cada latido de la cotidianidad. 



3 comentarios:

  1. Y yo he recordado al abuelo Cebolleta de los tebeos que contaba batallitas y los nietos e hijos salían corriendo. Me gusta que le dierais cuerda a tu padre.

    En plan abuelo Cebolleta, te contaré de cuando la plaza de España era un inmundo barrizal junto al rascacielos recién construido que...bla, bla,bla.

    Cuando hablas de un cuadro, hay que pararse contigo, le das vida. Como con este.
    Besos, amiga caminante.

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  2. Y qué olorcillo a sopas de ajo. Hace tiempo que no las hago.

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    1. Me acuerdo del abuelo Cebolleta. Me ha hecho gracia el símil que has sacado.
      Gracias por tus amables palabras. Los cuadros tienen vida propia, sólo hay que pararse un ratito a contemplarlos. Y además tienen belleza, como éste del señor Johnson.
      Hay escenas cotidianas que se repiten a través de los tiempos. ¿Quién no se ha quedado embelesado alguna vez escuchando una bella melodía? En este cuadro el espontáneo músico parece dejar sobre su instrumento el resto de aire que le queda al final de un posible duro día.
      Por cansados que acabemos, es bueno reservar un ratito para disfrutar de los pequeños placeres.
      Yo también hace tiempo que no me como un buen plato de sopas de ajo.
      Un abrazo grande.

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