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lunes, 15 de diciembre de 2014

SOBRE LOBOS Y CORDEROS

Robin Hood
(Imagen sacada de Internet)


La mejor definición que yo he oído de la palabra "lider" fue en una película que un anciano le dijo al joven protagonista: El líder es aquel que se atreve  a decir "NO".
A lo largo de los libros que he ido leyendo y de las películas que he visto, esta definición encajaba perfectamente con cualquiera de los protagonistas, los valientes que acababan siendo los líderes de la comunidad a la que pertenecían.
Uno de esos valientes líderes era Robin Hood. Su destreza con el arco y las flechas, su descaro para enfrentarse a los poderosos corruptos de la época, y su solidaridad con los más débiles, le convirtieron en un auténtico héroe ante mis jovencísimos ojos, la primera vez que le ví encarnado en la persona de Errol Flynn. Luego vinieron otros actores como Kevin Costner. Y últimamente le hemos visto con el impresionante físico de Russell Crowe.
Es un personaje que rebosa fuerza, seguridad, valentía. Sin embargo acaba como un proscrito, todo porque cae en el error de fiarse de la palabra de un rey. Al final, es la astucia, y no la fuerza, lo que parece desviar la balanza a favor de alguien que nadie esperaba que ganase.

Cuando yo tenía unos once o doce años, solía ir al antiguo barrio donde mi abuela había tenido su casa, el barrio de San Esteban. Hoy en día, después de la fiebre de la construcción y rehabilitación del casco antiguo, ese barrio se ha convertido en una zona casi residencial. Pero en la época de la que yo estoy hablando, era un suburbio donde vivían los menos favorecidos de esta ciudad. Si eras una chica y decías que vivías allí, ningún chico quería acompañarte porque lo consideraban un barrio "peligroso". Y si eras un chico, te miraban como si fueras un ladronzuelo. Lo cual no era del todo justo porque, si bien es verdad que había gente de no muy buen vivir, también había  personas decentes que no merecían que se les metiera en el mismo saco que a los primeros.
 Para rematar la mala imagen, esa zona, como otras que estaban un poco apartadas del centro, también tuvo que sufrir el azote de la droga. Pero eso fue años después al tiempo al que yo me estoy refiriendo.
Un día, mientras mis padres estaban hablando con un conocido, me fui a dar una vuelta por una de las callejuelas del barrio mencionado. No había llegado a la mitad, cuando me salió un chaval que parecía tener unos cuantos años más que yo.
¿A dónde vas? -me preguntó muy serio.
A dar una vuelta -contesté extrañada.
-¿No sabes que esta calle es mía? Por aquí sólo puede pasar quien yo diga.
Fue entonces cuando me percaté de la presencia de un perro de esos que tienen el morro chato y la mirada fiera, que permanecía pegado al chico.
Vale -contesté casí en un susurro. Ya me voy.
Cuando había dado unos pasos, el chico aún insistió:
-Y no vuelvas a pasar por aquí.
Al girarme ví su media sonrisa, mitad de satisfacción, mitad de cinismo, y algo se revolvió dentro de mí.
Cuando llegué a donde estaban mis padres, mi madre enseguida me preguntó por qué estaba tan colorada. Les conté lo que me había pasado. Y entonces vi las dos reacciones, tan diferentes, de cada uno. Mi madre quería que le dijera dónde estaba ese chico para decirle dos cosas. Mi padre, queriendo restarle importancia, dijo que lo olvidáramos, y luego añadió algo que me revolvió más que lo que me había dicho aquel chico:
-Procura no meterte en problemas.
¡Ésta sí que es buena! -pensé. Así que soy yo la que se mete en problemas.
Cada vez que volvíamos por ese barrio, yo no podía olvidar la callejuela "prohibida". Llegó a ser una especie de fijación en mi mente. Hasta que un día, decidí que iba a cruzarla entera.
Mi temperatura corporal subió por lo menos a cincuenta grados. Eso sí, exteriormente, intenté mantener el tipo.
No había andado media docena de pasos, cuando apareció el "sheriff" del condado. Acompañado, como no podía ser menos, por su fiel perro.
Cometí el error de arrimarme a una pared, en un intento desesperado de fusionarme con ella y hacerme invisible.
El chico aprovechó la ocasión para echarme el perro encima.
Mi espalda notaba la dura pared, mientras mi cara estaba casi pegada a la de un perro, que puesto en pie, con sus dos patas delanteras sobre mí, sobrepasaba mi estatura. La boca le babeaba, pero en lugar de causarme asco, lo que pensé fue: si la abre, ahí dentro quepo yo entera.
-¿No te había dicho que ésta es mi calle?
Además de chulo, tenía memoria, el tío.
Con el perro encima no puedo hablar -le dije en un intento desesperado de ganar tiempo, no sabía bien para qué.
Bájate -le ordenó al animal.
No sé cómo ni de dónde me salió entonces la frase:
-Enséñame la escritura de propiedad.
Durante unos segundos vi el rostro del chico desencajado.
-¿Cómo dices?
-Que me enseñes la escritura de propiedad. Si esta calle es tuya, tienes que tenerla.
Pues no la tengo -casi gritó, cayendo en la trampa.
-Si no hay escritura, no hay propiedad. Asi que seguiré pasando por esta calle cuando quiera.
Antes de que pudiera contestarme, empecé a andar, esta vez sin mirar atrás. Toda erguida. Con poderío.
Aquel debió ser uno de esos días milagrosos. Porque el chico se quedó atras, sin decir nada.
Cuando llegué a casa, mi ropa estaba empapada a la altura de la espalda.
Volví a pasar poco después, uno, dos, tres días. El chico no volvió a aparecer.

Hace apenas unas semanas, me crucé con ese chico, ya un hombre.  Es curioso lo que el transcurrir del tiempo, cambia la perspectiva de las cosas y de las personas. Me pareció más bajito, y ya no tenía aspecto fiero, no sé si sería por el hecho de que ya no iba acompañado por su perro, (supongo que el pobre animal ya se habrá muerto). Entonces fui yo quien esbozó una sonrisa irónica, acordándome de mi "proeza". Y recordé también las palabras que Robin Hood había heredado de sus antepasados: "Rise and rise again til lambs become woolves" ("Alzaos una y otra vez hasta que los corderos se conviertan en lobos").
A mis padres no les conté nunca el final de la historia. Como mi padre sabiamente me aconsejó, a veces, lo mejor es no meterse en problemas.

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