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viernes, 21 de marzo de 2014

EL PARAISO



"JARDIN EN CANNES"
De Edouard (Jean-Edouard) Vuillard




Hoy les traigo una historia diminuta, sobre personas también diminutas. De esas cuyas vidas pasan desapercibidas. Verán:
José y María estuvieron muchos años trabajando muy duro, privándose incluso de cosas necesarias, para poder ahorrar un dinero y comprarse un piso. Por fin, y tras mucho buscar algo que estuviera al alcance de sus pequeños ahorros, encontraron un pisito de segunda mano en el suburbio de la ciudad.
Los años fueron pasando y José y María fueron sobreviviendo con el fruto de su trabajo y más tarde, con la ayuda añadida del fruto del trabajo de sus hijos.
Los años pasaron también para la casa, que se fue haciendo vieja, igual que ellos. Aprovechando una ayuda que el Ayuntamiento de su ciudad ofrecía, decidieron, junto con el resto de los propietarios de su Comunidad, rehabilitar el edificio donde todos ellos vivían. Para ello se dirigieron a las oficinas del Arch (Ayudas del Area de Rehabilitación del Casco Histórico). Tras un montón de papeleo y de tener que acatar una serie de obligaciones, en el año 2010, se les concedió la ayuda. Pero la ayuda, como suele ocurrir con las que dan los organismos oficiales, venía, al parecer, con una letra pequeña. Tan pequeña, que ellos no habían visto. Según parece, había  una ley que obligaba a los beneficiarios de dicha ayuda, a declararla ante Hacienda el mismo año que se le concedía, no en el año que ellos recibíeron el correspondiente ingreso por parte de las oficinas arriba mencionadas. Así fue como se encontraron con la sorpresa de que Hacienda les reclamaba la declaración de la pequeña cantidad que el Arch les había ingresado en su cuenta bancaria en el año 2013, en su declaración del año 2010. Y no sólo eso. Les indicaban igualmente, que debían pagar en concepto de intereses de demora, un tanto por ciento a añadir a la cantidad reclamada.
Que tenga alguien que declarar a Hacienda una ayuda económica solicitada, ya es de por sí un tanto contradictorio. Porque se supone que si se solicita una ayuda económica, es porque no se anda bien de dinero. Pero que, además, se le obligue a declarar dicha ayuda años antes de haberla recibido, es ya de locura. Y es así como andaba José desde que recibiera la notificación de Hacienda, como un loco.
Hoy José se ha ido a la cama antes de la hora acostumbrada. Se le veía cansado. No hacía más que repetir:
-No hay derecho, María. No hay derecho. Se quedan hasta con el sudor de nuestra frente.
María por su parte ha estado intentando animarle. Luego se ha quedado sóla en la cocina, pensando. Ella confía que el dinero que, con tanto sacrificio, tienen que pagar en impuestos,  no va a servir para pagar sueldos de políticos corruptos, ni para pagar los sueldos de jueces elegidos a dedo por esos políticos corruptos. Confía en que tampoco se use para tapar los enormes agujeros negros que han dejado algunos banqueros sin escrúpulos. Quiere creer, necesita creer, que hasta el último céntimo recaudado por Hacienda, se va a utilizar para cosas tan necesarias como mejorar la sanidad pública, o para que haya enseñanza pública para todos los que no puedan  pagar una educación privada. Confía también en que el dinero recaudado en impuestos, sirva para que haya unos buenos servicios sociales para la gente que lo necesite, que cada día son más.
En estos pensamientos estaba, cuando llegó su hijo mayor. Al preguntar por su padre, le contó todo lo que había sucedido. Y le hizo partícipe también de lo que ella acababa de pensar.
Pero, mamá -le dijo su hijo sonriendo-. ¿Tú, en qué mundo vives?
Dejó una revista sobre la mesa y se fue a su habitación. Al menos él iba sonriendo.
María empezó a pasar las páginas de la revista que había dejado su hijo. Fue viendo las imágenes primero, y leyendo las cifras que se detallaban, después. Cifras que decían la cantidad de gente que había refugiada y desplazada en países como Siria, o en la República Centroafricana. En las fotografías que la revista mostraba, se veían grupos de gente cargados con ropas u otros utensilios. Algunos llevaban en brazos o,  de la mano, a algún niño. Parecían caminar sin rumbo fijo, como perdidos. Esas personas, pensó, tendrían sus casas, y quizás se las quitaron. Tendrían sus vidas, y se las arrancaron. Eran personas como su marido, sus hijos o ella misma.
No tenía idea de que su hijo leyera revistas de este tipo, pero el saberlo la produjo un sentimiento de orgullo. Si su hijo se interesaba por esos temas, es que no era mal chico.
Luego se dirigió a su dormitorio. Iba pensando en lo privilegiada que era,  a pesar de las malas noticias recibidas ultimamente. Tenía un marido y unos hijos maravillosos. Un techo bajo el que vivir. No le faltaba ni comida, ni agua.
Se metió en la cama, acurrucándose junto al cuerpo ya calentito de su marido y, dejó salir de su boca, en un susurro, la respuesta que no había dado a su hijo.
¿Que en qué mundo vivo, hijo?  Vivo en el Paraíso.

2 comentarios:

  1. La enseñanza pública es para todos, no es para los que no pueden pagar. Es mejor que la privada, créelo. Con todos sus defectos, amiga paseante.

    Bueno me he salido del tema.
    A veces, hay que vivir en el Paraíso como la heroína de tu relato.

    Besos

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    1. Has hecho bien en corregirme, abejita. He vuelto a leer mi entrada y es verdad que quizás no me he expresado correctamente.Efectivamente la educación gratuita debería ser para todos. Lo que ocurre es que cuando hablo de algún problema de este tipo, siempre me pongo en el lado de los que peor lo pasan.
      A mí también me hubiera gustado haber ido a un colegio público. Mis padres no se hubieran tenido que sacrificar tanto como lo hicieron, y yo no hubiera tenido que sufrir los desplantes que sufrí por el hecho de no pertenecer a una determinada clase social. Además hubiera aprendido cosas más en tono con la vida práctica.
      Un abrazo abejita andante.

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