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domingo, 6 de octubre de 2013

IGNORANCIA



Hace tiempo mis amigas y yo frecuentábamos un bar en el que trabajaba un chico, que según alguien comentó, era marroquí. Cada vez que entrábamos, nos recibía con una sonrisa que iluminaba su tez morena. Tenía unos preciosos rizos que formaban una brillante cortina, que cubría un par de ojos negros, muy negros, y con un brillo que recordaba esas noches profundamente oscuras de verano, en las que las estrellas parecen desprender fuego. 
Como vivía cerca de ese bar, a veces coincidí con él también en la calle. Cuando nos cruzábamos, volvía a esbozar esa preciosa sonrisa, y me lanzaba un hola expontáneo, fresco, como una cascada de agua cristalina. Así un día y otro. Hasta que sucedió que un día me lo encontré acompañado por un hombre que aparentaba más edad que él. Como siempre el joven me sonrió, me saludó y yo, como siempre, contesté a su saludo. Entonces el hombre que le acompañaba empezó a increparle. Yo no entendía sus palabras pues hablaba en su idioma, pero fue suficiente ver la expesión del rostro del chico,  para darme cuenta que lo que le estaba diciendo no debía ser agradable.
Cuando volví a verle iba sólo, le saludé,  pero entonces él bajó su rostro e hizo como si no me viera. Así en varias ocasiones, hasta que llegó el día que no volví a encontrarle.
Ignoro si el hombre de más edad que, en aquel fatídico día, le acompañaba, era su padre,  o una especie de consejero espiritual, uno de esos iluminados que hay en todos los países, que tienen la habilidad de convertir sus propios miedos e ignorancia en una especie de religión que los demás deben acatar.
Ignoro igualmente lo que le dijo. Como quizás ese hombre de más edad también ignora que en nuestro país, los hombres y mujeres se pueden saludar amablemente por la calle, independientemente de su procedencia, o creencias, sin estar por ello rompiendo ninguna ley.
Quizás es ahí donde radicó el problema, que ellos ignoraban cosas sobre mí y sobre el lugar donde estaban. Y yo también ignoraba cosas sobre ellos y sus costumbres. Y así vivimos, ignorándonos unos a otros. Dejando que la ignorancia vaya creciendo hasta convetirse en miedo, que a la vez se convierte en un muro que no permite que nos acerquemos, que nos conozcamos unos a otros.
Han pasado unos cuantos años desde entonces. No sé lo que habrá sido de ese joven, ni dónde estará, ni lo que hará. Por ignorar, ignoro hasta su nombre. Pero eso no impide que en alguna ocasión, me venga a la mente su rostro de tez morena, sus ojos azabache y su preciosa sonrisa. Entonces pienso: Estés donde estés, que Alá, Dios, o cualquiera de las divinidades en las que puedas o no creer, te acompañen.

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